En primer lugar, les quiero pedir disculpas por no haber publicado mis reportajes el viernes, pero mi navegador me ha dado problemas este fin de semana y no he podido publicar antes.
Pero ahora, vamos con lo importante. Hoy, en la sección de Historia del Arte, inciamos un recorrido por la imaginería cofrade (relacionada con la Semana Santa); un género que abunda en Andalucía y en Sevilla.
Hoy comenzamos con un plato fuerte. Comenzamos con la imagen de Cristo, quizás, más conocida de toda la historia de la imaginería: Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, del imaginero Juan de Mesa. Una imagen, no solo magfnífica en cuanto a calidad, sino especial en cuanto a devoción.
Es muy difícil intentar condensar en unas líneas el sentido, los sentimientos y la naturaleza de la imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Además de sus indudables valores artísticos e históricos, sus valores devocionales lo han convertido en una imagen universal, sin la que es difícil entender el barrio de San Lorenzo, cuyo eje es la Parroquia primero y la Basílica después y cuyo ritmo se acelera cada viernes, cada cuaresma, cada Semana Santa. Una devoción sin la que es difícil conocer a la propia ciudad que a lo largo de los últimos siglos lo ha mantenido como referente de su vida espiritual, convirtiendo su rostro en el que muchos piensan cuando lo hacen en Dios mismo. Una devoción sin la cual sería difícil comprender la Semana Santa que conocemos.
La imagen, largamente creída obra de Juan Martínez Montañés en función a la temprana muerte de Juan de Mesa y la falta de documentación de la época que hiciera referencia a su genio por encima del de su maestro, es una talla única, realizada en madera de cedro con la peana en pino de segura, de una medida cercana a los dos metros, distorsionada por el efecto de su posición, sacrificio auténtico de la escultura en virtud de la cual se exalta su dinamismo y realismo. Está completamente tallada, con los brazos articulados para disponerlos entorno a la cruz o maniatarlos para traslados y su anual besamanos.
Está policromada, con deficiencias en la conservación de su integridad, lo que a lo largo de los años ha aumentado la referencia a su aspecto doliente, acrecentando con el tiempo como un ser humano, su sufrimiento en la tierra.
En 1920, Adolfo Rodríguez saca a la luz la posibilidad más que científica de que la hechura del Señor, como las de las esculturas del Cristo de la Conversión y el de la Misericordia del Convento de Santa Isabel sean obras de Juan de Mesa y Velasco. En 1930, Heliodoro Sancho Corbacho encuentra el documento de la carta de pago de la obra, conjunta a la ejecución del San Juan, por los que Juan de Mesa recibe 2000 reales de a treinta y cuatro maravedíes cada uno en una relación cerrada en octubre de 1620. En el documento se cita la regencia de la hermandad por el entonces mayordomo Pedro Salcedo, constando en el mismo Alonso de Castro como pagador y Alcalde de la Cofradía y pudiendo estar vinculado como policromador, al menos de San Juan, el hermano de la corporación Francisco Fernández de Llexa. Desde entonces se debe reescribir la Historia del Arte y de la Semana Santa en Sevilla y Andalucía, encumbrándose la figura del escultor cordobés, autor sin duda tocado por una magnitud creativa y humana desbordante a juzgar por las obras magistrales de la imaginería que ejecuta entre 1618 y 1621: Cristo del Amor, Cristo de la Conversión, Gran Poder, Cristo de la Buena Muerte, Cristo de la Misericordia y Nazareno de La Rambla entre otras.
El Señor es una imagen eminentemente de su tiempo, una escultura moderna en toda la extensión del término, pues es desde su creación referente de los principios marcados por el Concilio de Trento y en la vía a seguir por el arte, cuyo ejemplo y relevancia es fundamental para la conmoción, aprendizaje y sentimientos del pueblo y lo es contemporánea a la vez, en cuanto sus fundamentos como imagen han crecido hasta su dimensión actual. En ese sentido, como en el estilístico, el Gran Poder marca un punto de inflexión en la escultura que hasta entonces ilustra las creaciones del cambio del s. XVI al XVII, cuyo referente guarda clasicismo y humanismo heredado del aprendizaje renacentista; cuyas obras son referentes mundiales de la creación en madera, —Montañés en Pasión y en el Cristo de la Clemencia o en el mismo 1620 Mesa en el Crucificado de la Buena Muerte—, tornando hacia un arte más temperamental, en el que la fuerza arrasa hacia un realismo que es cercano al pueblo, que exalta sus sentimientos.
Las imágenes, como la de Jesús del Gran Poder, llegan a ser dinámicas, reales y cercanas tanto en los retablos en los que se veneran cada día como en las calles, sobre los pasos y andas procesionales, pero guardando la misma genialidad que las hace obras de una dimensión insuperada.
Culminada la belleza formal del Manierismo, la escultura exenta barroca sevillana alcanza en la efigie de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una expresividad única, especialmente marcada en su rostro y en sus ojos, que son plenitud de amor, de esperanza y de firmeza ante los designios de la vida; marcada por la emotividad y el dramatismo, que se plasma aquí en la zancada poderosa que lo aturde camino de la muerte haciendo presagiar un desenlace dramático, pero tomada con la resignación con la que amorosamente envuelve con sus manos el madero que será de su sacrificio sabiendo que la gloria es tras la muerte; marcada por el realismo patético que se nutre de la plástica de los estudios del natural como lo muestran las heridas de su rostro, la corona de la serpiente del pecado que Él derrota que se enrosca imbricada en su cabeza, las espinas que traspasan la ceja y con ella su mirada de amor y que le hieren en la frente y la oreja, llevando al espectador y devoto hacia un espíritu penitencial en el que Cristo entra en diálogo cercano con el hombre, le muestra resignadamente su destino y lo acoge inundando de ternura y de firmeza al que lo presencia. “El que quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. (Mateo, 16:24; Marcos, 8:34).
Y todo ello lo logra Juan de Mesa dotando a la imagen de una anatomía perfectamente pensada, en la que el cuerpo descompensado, largamente abierto el compás de su zancada, se inclina arqueando su espalda en un dinamismo exacto que evita la caída mostrando a Cristo asiéndose a la Cruz, ensimismado en su dolor, retraído pensando que ya todo está escrito, que su penar va camino del final. Ha pasado la noche de la detención, del juicio y del escarnio y el Señor está a punto de llegar al Calvario para ser crucificado, va a encontrarse con María, su madre, es el momento más desgarrador del sufrimiento en vida de los mortales y aún así, en su andar y en su rostro, severo y bondadoso a la vez, este Nazareno transmite la mayor de las esperanzas.
Iconográficamente el tema de Cristo Camino del Calvario desciende principalmente del Evangelio de San Juan, aunque se enriquece con los sinópticos, especialmente con las Actas de Pilato, difundiéndose de la mano de las figuraciones de los franciscanos, de la iconografía medieval y de los autos sacramentales. Está prefigurada en el Antiguo Testamento fundamentalmente en las referencias al Sacrificio de Isaac, quien cargó con la madera de su sacrificio, pero también en las de la tau cruciforme con la que Aaron marcó las casas de los israelitas, en las manos bendicentes de Jacob a sus nietos o en las ofrendas al profeta Elías. El Señor, que camina aliviadamente con la cruz al modo clásico —aunque a lo largo de la historia pudiera haberla llevado al revés como cuenta la leyenda del hallazgo de Santa Elena—, completa su iconografía con la señalada corona de espinas, tallada sobre la cabellera y el cráneo, acentuando cierta tosquedad impactante barroca, representando en ella una serpiente con cuerpo arbóreo con cabeza que se muerde la cola en símbolo del poder y la fuerza sobre el pecado.
Sobre sus sienes aparecen las tres características potencias que representan el poder, magnificencia y divinidad de nuestro Señor. Abraza el madero girado levemente hacia la derecha, con cuya mano podría ejercer la bendición y sustentar a la vez la cruz, en una disposición muy clásica dentro de las representaciones de este pasaje. Aparece revestido con túnica color granate que en la estación de penitencia suele ser lisa desde principios del s. XX aunque según la época y festividad ha alternado las bordadas que se le documentan desde el s. XVIII.
Morfológicamente, Nuestro Padre Jesús del Gran Poder es una imagen acentuadamente poderosa, fuerte y varonil que se adecua muy bien a la tipología humana de la época. La cabeza la presenta levemente inclinada hacia abajo, con la mirada en el espectador, como rey humilde y misericordioso cuyo trono aún tiene que llegar. Aparentemente descarnado por las heridas sobre su policromía desde el s. XIX, se trata de un hombre de mediana edad, con el cabello largo agrupado en mechones del que sobresale el que pende del lado derecho de su frente. Con barba bífida minuciosamente tallada, presenta el ceño levemente fruncido, las cejas enarcadas, traspasada la izquierda por una de las espinas, y los ojos misericordiosos almendrados, parcialmente entornados, con la nariz abultada en el centro y los labios carnosos, conjugando todo su rostro fortaleza, clemencia y bondad sin límites.
Varias han sido las restauraciones que, con mayor o menor fortuna, se le han realizado de un modo documentado. Por un lado, sabemos que en 1776 interviene, como en el paso procesional, el escultor Blas Mölner colocándole nuevas espinas en la corona. Desde ahí hasta 1977, fecha en la que tiene lugar la desafortunada actuación de Peláez del Espino, el Señor va adquiriendo la tez morena con la que lo conocemos y se le empieza a llamar popularmente “El Divino Leproso o el Cisquero de San Lorenzo”. Peláez, en una dramática operación hace una nueva estructura interna metálica que está a punto de terminar con la materialidad lignaria corporal de la escultura. Para sanear esas deficiencias, en 1983 los hermanos Raimundo y Joaquín Cruz Solís actúan integralmente en la escultura, exceptuando el rostro. En esta restauración se recupera la integridad interna de la madera alterada en 1977 y se recoloca el tercer apoyo al Señor para evitar daños en las salidas procesionales.
A lo largo de todos los días del año, el Señor de Sevilla, desde su camarín de la Basílica Menor en la que reside, recibe cada beso en el talón derecho con el que se le intenta agradecer todo lo que esta imagen transmite y emociona. Por ser tanto el amor, su talón está descarnado, gastado y con los nódulos de la madera translúcidos. Cada viernes, miles de sevillanos y devotos de todo el mundo pasan ante el Señor en busca de un consuelo siempre correspondido desde sus ojos. Cada Domingo de Ramos, estremecedor desde el suelo del presbiterio, con las manos unidas en la cintura, el Señor escucha cada plegaria, cada voz que se le acerca en su anual besamanos. Cada Viernes Santo, al amanecer, cuando Cristo fue ajusticiado en Jerusalén y recorrió la Vía Sacra para llegar al Calvario, esta imagen adquiere su mayor dimensión andando, vacilante al principio, decidida después, abatida pero reviviendo a cada paso, en un recorrido en el que muchos vemos andar a Dios mismo. Estos valores humanos y religiosos, por encima de los intrínsecos históricos, artísticos, iconográficos o estilísticos, hacen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una obra absoluta e irrepetible, no sólo en nuestro ámbito sino para la cristiandad.
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