En el reportaje de hoy vamos a hablar sobre un pintor italiano caracterizado, principalmente, por un dominio total y absoluto de la luz y las sombras. Seguramente, después de decir esto, ya sabréis de quién estoy hablando. Este pintor no es otro que Michelangelo Merisi da Caravaggio, más conocido como Caravaggio, a secas.
Pintor barroco donde los haya, nació en Milán en 1571 y murió en Porto Ércole en 1610, a la temprana edad de 38 años. Sobre él, y un poco por encima, podemos decir que poseía un carácter, cuanto menos, extravagante. Según Floris Claes van Dijk, “Es una persona trabajadora, pero a la vez orgullosa, terca y siempre dispuesta a participar en una discusión o a enfrascarse en una pelea, por lo que es difícil llevarse bien con él”. Yendo un poco más allá, se la calificado incluso de esquizofrénico.
A lo largo de su carrera sufrió enormes altibajos, debido en parte a ese carácter bélico que resalta van Dijk. Tan pronto era contratado por muchísimos clientes, como rechazado por los mismos al presentarles sus obras terminadas. Las principales razones de este rechazo eran el naturalismo llevado casi hasta sus límites y la “humanización”, digámoslo así, de los personajes religiosos, muy abundantes en sus cuadros.
Esa “humanización” encolerizaba a la Iglesia de aquel entonces, hecho que se veía agravado porque Caravaggio utilizada como modelos de esos santos a gente de la calle: prostitutas, mendigos…
Paradójicamente, en su obra abundan las pinturas de tipo religioso. Y de ese tipo es la obra que nos ocupa hoy, El entierro de Cristo. Es, quizás, la obra que asociamos al nombre de Caravaggio; una de sus obras maestras. Si me permitís dar mi opinión personal, su mejor obra.
Es un óleo sobre lienzo de unos tres metros de altura por dos de anchura. Fue un encargo de Alessandro o Girolamo Vittrice, en 1601, y fue terminado dos años más tarde. Actualmente se conserva en la Pinacoteca Vaticana, y es considerada como una de las pocas obras que logró un consenso casi unánime, incluso entre sus mayores críticos.
Pero adentrémonos dentro del cuadro. Situémonos sobre la piedra en la que se desarrolla la escena y descifremos sus entrañas. Partiendo de la premisa de que este cuadro presenta un eje de acción diagonal, nuestra vista se dirige hacia la primera figura, la que más alejada se encuentra de la escena central y la que, no obstante, presenta mayores signos de dolor… o al menos, lo expresa con mayor ahínco. Es María Cleofás, que clama al cielo casi sin fuerzas con los brazos abiertos. Bajando en cascada, nos encontramos con María Magdalena, que seca sus lágrimas con un pañuelo. Al observar a este personaje nos damos cuenta de que el eje de acción diagonal también se convierte en una especie de escala; a medida que vamos bajando, los sentimientos de los personajes se van conteniendo más… se van, digamos, callando.
Luego, nuestros ojos se van hacia María, la madre de Jesús, que ocupa un puesto central dentro de la escena, y la abarca casi en su totalidad con sus manos. La derecha se intenta acercar al cuerpo inerte de su hijo para tocarlo, y la izquierda la lleva hacia atrás, en un intento de tranquilizar a María Cleofás en su histeria. Seguimos contemplando la disminución en la expresión de los sentimientos de los personajes a medida que vamos bajando.
A continuación, Juan y Nicodemo, los dos a la misma altura, sosteniendo con gran esfuerzo el cuerpo de Jesús. Juan, en un gesto con el que Caravaggio nos quiere hacer ver la capacidad de Jesús para aguantar el dolor (simbolizando el pecado de todos los humanos), toca la herida del costado con sus dedos.
Y por último, y último también en la escala de sentimientos expresados, se halla Jesús, con las características típicas de los cristos italianos: poca sangre (en este caso, ninguna) y flacidez del cuerpo, lo que no impide que tenga un realismo apabullante, el cual podemos ver en las venas del brazo, dilatadas, y en la marca del clavo en la mano.
Como remate final del cuadro, el paño de pureza y la piedra; contraposición de colores. Y, sin embargo, los dos unidos al cuerpo de Jesús, y unidos entre sí. Saquen sus propias conclusiones.
En definitiva, Barroco al más puro estilo Caravaggio, con una mezcla sublime de luces y sombras.
Para finalizar este reportaje, y como curiosidad, aquí les dejo una réplica de este cuadro que se encuentra en la Capilla de la Soledad de Benacazón, pintado por Antonio Santana Ramos, y que presenta algunas diferencias con el original. Por ejemplo, falta la figura de María Cleofás. Además, la cara de María, la madre de Jesús, es sustituida por la cara de la Virgen de la Soledad de Benacazón, así como la de Nicodemo, sustituida por un familiar del propio pintor.
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