viernes, 30 de diciembre de 2011

Santa Sofía de Estambul

Bienvenidos una semana más (la última de este 2011) a la sección de Historia del Arte. En esta ocasión, y para despedir el año, nos vamos a ir hasta la antigua Bizancio, para apreciar un edificio que durante un tiempo fue catalogado como una de las Maravillas del Mundo. Vamos allá.
Antes de nada, vamos a hablar un poco sobre Bizancio. Era una colonia oriental griega, fundada en el estrecho del Bósforo, que once siglos después restauraría Constantino con el nombre de Constantinopla. Corría el año 330 y su esplendoroso futuro estaba por llegar. No en vano, tras la invasión de Roma por los bárbaros, heredará la legitimidad del Imperio, cimentando durante toda la Edad Media su indiscutible autoridad en tres pilares: la cultura griega, la estructura romana del Estado y la fe cristiana.
En el año 527, Justiniano, un antiguo labrador de Macedonia, era elegido en Constantinipla Basileus ton Romaion, emperador de los romanos, permaneciendo 38 años en el poder e inaugurando la "primera edad de oro bizantina". El historiador Richard Krautheimer ha trazado su retrato físico y su silueta moral: "rechonco y feo; profundamente consciente de las prerrogativas y deberes de su exaltada posición cerca de Dios; dueño de sí mismo y ascético en su vida personal; indiferente a las convenciones sociales, como atestigua su matrimonio con Teodora, una joven bailarina de belleza, valor y talento extraordinarios; diplomático sagaz y organizador de primera categoría, admirablemente hábil para escoger a los mejores colaboradores y para reforzar el sistema administrativo y legal del Imperio; profundamente religioso y convencido de su misión divina de restablecer la ortodoxia y conducir la Iglesia dentro de sus dominios y fuera de ellos". Así aparece en el célebre mosaico de San Vital, en Rávena, instalado tras su victoria sobre los ostrogodos: aureolado con el nimbo de su dignidad imperial, acompañado del obispo Maximiano y de los políticos de su corte, revestido de sedas y alhajas, y colmando de ofrendas el santuario.

El emblema arquitectónico del gobierno de Justiniano será la iglesia metropolitana de Santa Sofía, la "Santa Sabiduría", iniciada en el año 532 y consagrada en el 537.
La celeridad responde a los medios financieros que se pusieron a su alcance y al ágil sistema constructivo de los albañiles bizantinos, consistente en alternar hiladas de ladrillo con capas de mortero. Las crónicas contemporáneas indican que se utilizaron tejas porosas de la isla de Paros con el fin de aliviar el peso de la cúpula y que se importaron mármoles de todas las provincias para prestigiar el monumento. En el sermón inaugural, el poeta oficial Pablo Silenciario exclamó que la cúpula parecía estar "estar suspendida del cielo por una cadena de oro", y el historiador cortesano Procopio se admiró de la habilidosa conjunción de sus partes "flotando unas sobre otras". La leyenda popular agrega que un ángel resolvía a Justiniano las dudas técnicas que planteaba la fábrica y la tradición revela que el emperador, al ver el templo terminado, sentenció: "Salomón, te he vencido". 

Los autores de esta etérea y audaz obra no eran ángeles; fueron dos científicos: Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, geómetras, matemáticos e inventores de ingenios mecánicos.

En el centro de un rectángulo plantaron cuatro pilares para sujetar, a 55 metros de altura, una cúpula nervada sobre pechinas. Y aquí reside su originalidad y grandeza: apoyar la cubierta sobre cuatro puntos en vez de sostenerla sobre un tambor circular, como sucedía en el Panteón romano. Los empujes los contrarrestaron con semicúpulas y ábsides escalonados en dos de los flancos, dejando libres los costados restantes para habilitar tribunas desde donde poder presenciar el ceremonial litúrgico. Un atrio se extendió delante de la iglesia.

El espacio interior, lujosamente decorado e iluminado por los rayos de sol que penetraban a través de las cuarenta ventanas de la cúpula, producía en el fiel una ilusión óptica que invitaba al dinamismo y le conducía hasta la cúspide.

Procopio se maravilla de estos efectos lumínicos y dice a respecto: "Los destellos de luz impiden al espectador detener la mirada en los detalles. El movimiento circular de la mirada se reproduce hasta el infinito, pues el espectador no es capaz nunca de elegir en todo el conjunto lo que sería de su preferencia". 

En definitiva, estamos ante una obra mestra de la arquitectura antigua, y ante una delicia para todos los sentidos, especialmente el de la vista. Como siempre digo, juzgad por vosotros mismos. 



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